Miguel Villela OFS Honduras
Historia de la Solemnidad del Corpus Christi
La Solemnidad de Corpus Christi se remonta al siglo XIII. Dos eventos
extraordinarios contribuyeron a la institución de la fiesta: Las visiones de
Santa Juliana de Mont Cornillon y El milagro Eucarístico de Bolsena/Orvieto.
Urbano IV, amante de la Eucaristía, publicó la bula “Transiturus” el 8 de
septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado el amor de nuestro
Salvador expresado en la Santa Eucaristía, ordenó que se celebrara la
solemnidad de “Corpus Christi” en el día jueves después del domingo de la
Santísima Trinidad, al mismo tiempo otorgando muchas indulgencias a todos los
fieles que asistieran a la santa misa y al oficio. Este oficio, compuesto por
el doctor angélico, Santo Tomás de Aquino, por petición del Papa, es uno de los
más hermosos en el breviario Romano y ha sido admirado aun por protestantes.
El Santo Padre movido por el prodigio, y a petición de varios obispos, hace
que se extienda la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia por medio de la
bula "Transiturus" del 8 septiembre del mismo año, fijándola para el
jueves después de la octava de Pentecostés y otorgando muchas indulgencias a
todos los fieles que asistieran a la Santa Misa y al oficio.
Luego, según algunos biógrafos, el Papa Urbano IV encargó un oficio -la
liturgia de las horas- a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino; cuando el
Pontífice comenzó a leer en voz alta el oficio hecho por Santo Tomás, San
Buenaventura fue rompiendo el suyo en pedazos.
El Papa Urbano IV, por aquél entonces, tenía la corte en Orvieto, un poco
al norte de Roma. Muy cerca de esta localidad se encuentra Bolsena, donde en
1263 o 1264 se produjo el Milagro de Bolsena: un sacerdote que celebraba la
Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real. Al momento de
partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en
seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el
19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -donde se apoya el cáliz y la
patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar
en Bolsena, manchada de sangre.
La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de
la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. La fiesta
fue aceptada en Cologne en 1306. El Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos
y en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de
esta fiesta. Publicó un nuevo decreto incorporando el de Urbano IV. Juan XXII, sucesor
de Clemente V, instó su observancia.
Origen de la fiesta.
A fines del siglo XIII surgió en Lieja, Bélgica, un Movimiento Eucarístico
cuyo centro fue la Abadía de Cornillón fundada en 1124 por el Obispo Albero de
Lieja. Este movimiento dio origen a varias costumbres eucarísticas, como por
ejemplo la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las
campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi.
Santa Juliana de Mont Cornillón, por aquellos años priora de la Abadía, fue
la enviada de Dios para propiciar esta Fiesta. La santa nace en Retines cerca
de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las
monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa
y más tarde fue superiora de su comunidad. Murió el 5 de abril de 1258, en la
casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.
Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo
Sacramento. Y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor.
Este deseo se dice haber intensificado por una visión que tuvo de la Iglesia
bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la
ausencia de esta solemnidad.
Juliana comunicó estas apariciones a Mons. Roberto de Thorete, el entonces
obispo de Lieja, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de
los Países Bajos y a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Lieja,
más tarde Papa Urbano IV.
El obispo Roberto se impresionó favorablemente y, como en ese tiempo los
obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un
sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; al mismo
tiempo el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan escribiera el oficio para esa
ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276),
junto con algunas partes del oficio.
Mons. Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el
16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez al año
siguiente el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde
un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual
Alemania.
Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un
aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de
indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV, y se hicieron bastante
comunes a partir del siglo XIV.
Finalmente, el Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente
fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años,
determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con
singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente sea llevado en
procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan
su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por
el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
En el concilio del Vienne de 1311, Clemente V dará las normas para regular
el cortejo procesional en el interior de los templos, e incluso indicará el
lugar que debieran ocupar las autoridades que quisieran añadirse al desfile.
Mil trescientos dieciséis será el año en que Juan XXII introduce la Octava
y exposición del Santísimo Sacramento. Pero el gran espaldarazo vendrá dado con
Nicolás V, cuando en la festividad del "Corpus Christi" del año 1447
sale procesionalmente con la Hostia Santa por las calles de Roma.
Esta fiesta conmemora la institución de la Santa Eucaristía el Jueves Santo
con el fin de tributarle a la Eucaristía un culto público y solemne de
adoración, amor y gratitud. Por eso se celebraba en la Iglesia Latina el jueves
después del domingo de la Santísima Trinidad. En los Estados Unidos y en otros
países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima
Trinidad.
«Mi carne es verdadera comida,
Y mi Sangre verdadera bebida;
El que come mi Carne, y bebe mi Sangre,
En Mí mora, y Yo en él.»
(Jn 6, 56-57)
El Espíritu Santo después del dogma
de la Trinidad nos recuerda el de la Encarnación, haciéndonos festejar con la
Iglesia al Sacramento por excelencia, que, sintetizando la vida toda del
Salvador, tributa a Dios gloria infinita, y aplica a las almas, en todos los
tiempos, los frutos extraordinarios de
la Redención. Si Jesucristo en la cruz
nos salvó, al instituir la Eucaristía la víspera de su muerte, quiso en ella dejarnos
un vivo recuerdo de la Pasión. El altar viene siendo como la prolongación del
Calvario, y la misa anuncia la muerte del Señor. Porque en efecto, allí está
Jesús como una víctima, pues las palabras de la doble consagración nos dicen
que primero se convierte el pan en Cuerpo de Cristo, y luego el vino en Su
Sangre, de manera que, ofrece a su Padre, en unión con sus sacerdotes, la
sangre vertida y el cuerpo clavado en la Cruz.
La
Hostia santa se convierte en «trigo que nutre nuestras almas». Como Cristo al
ser hecho Hijo de recibió la vida eterna del Padre, los cristianos participan
de Su eterna vida uniéndose a Jesús en el Sacramento, que es el símbolo más
sublime, real y concreto de la unidad con la Víctima del Calvario.
Esta posesión anticipada de la vida
divina acá en la tierra por medio de la Eucaristía, es prenda y comienzo de
aquella otra de que plenamente disfrutaremos en el Cielo, porque «el Pan mismo
de los ángeles, que ahora comemos bajo los sagrados velos, lo conmemoraremos
después en el Cielo ya sin velos» (Concilio de Trento).
Veamos en la Santa Misa el centro de
todo culto de la Iglesia a la Eucaristía, y en la Comunión el medio establecido
por Jesús mismo, para que con mayor plenitud participemos de ese divino
Sacrificio; y así, nuestra devoción al Cuerpo y Sangre del Salvador nos
alcanzará los frutos perennes de su Redención.
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